Una placa recuerda al poeta nicaragüense en la fachada de una antigua torre de veraneo junto a la Ronda de Dalt.
19/01/2017 00:01 | Actualizado a 20/01/2017 16:33
“Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!”, dice el famoso poema del nicaragüense Ruben Darío (1867-1916). Este miércoles se han cumplido 150 años de su nacimiento. Y como los abriles, la profunda huella que dejaron en Barcelona sus estancias y visitas a principios de siglo XX también se ha ido para no volver. Apenas queda rastro de su influencia y vivencias en la capital catalana, en la que fue todo un fenómeno.
El autor era un apasionado de la ciudad condal, donde trabó amistad con artistas e intelectuales de la Renaixença y del incipiente modernismo y a la que dedicó diversas crónicas para periódicos americanos. Tras media docena de visitas de poca duración, en 1914 pasó su estancia más larga en la ciudad. Tenía intención de establecerse en Barcelona y llegó a alquilar una casa cerca de la actual Ronda de Dalt. Se trataba de una torre de veraneo, que consideró la solución definitiva para su maltrecha salud física y emocional. Tenía entonces 47 años y su adicción al alcohol ya era muy grave, con crisis e incluso episodios de alucinaciones.
Una placa blanca de piedra en una impoluta fachada de color naranja recuerda su paso por este inmueble, en el número 16 de la calle Ticià. “En esta casa vivió en 1914 el insigne poeta nicaragüense Rubén Darío. Barcelona rinde homenaje a su memoria en el centenario de su nacimiento. Enero de 1967”, reza la inscripción, que pervive en perfecto estado.
Esta tranquilísima vía justo detrás de la clínica Quirón conserva media docena de casas centenarias que son aún viviendas particulares, aunque solo en una de las dos aceras. El barrio de Els Penitents –que hoy forma parte de la misma unidad administrativa que Vallcarca– había empezado a urbanizarse justo con el cambio de siglo alrededor de la calle Ticià, cuando todavía pertenecía al municipio independiente de Horta, que se anexaría a Barcelona en 1904. Tras décadas de ambiente popular, la burbuja inmobiliaria trajo a la zona modernos bloques de alto standing –como el que hay frente a la casita de Darío–, que hoy conviven con los antiguos en un paisaje residencial muy heterogéneo.
En una carta a un compañero del diario argentino La Nación, Rubén Darío describió telegráficamente su alegría por la vivienda que había encontrado: “Torre ideal, cerca del Tibidabo: jardín y huertos a un lado; tranvía cerca; baño, luz eléctrica, timbres, la mar de piezas, todo amueblado, todo listo; piano… ¡18 duros al mes! Yo no me muevo de aquí, porque he aquí lo que yo necesitaba…”. En la postdata de su Autobiografía, escrita en 1914, decía: “Y ya en Barcelona, en la calle Tiziano número 16, en una torre que tiene jardín y huerto, donde ver flores crecer que alegran la vida y donde las gallinas y los cultivos me invitan a una vida de manso payés, he buscado refugio grato a mi espíritu”.
El aspecto exterior de la torre donde vivió Darío, no obstante, ha cambiado a lo largo del tiempo con la incorporación de una segunda planta y la pérdida del frontón, cornisas y balcón originales de la fachada. La calle Ticià, además, queda hoy partida por la mitad por la Ronda de Dalt.
Según publicó en 1932 Andreu Avel·lí Artís –que aún no había adoptado su conocido pesudónimo de Sempronio– en el semanario El Mirador, Darío vivía en esta casa con “su última pareja, Francisca Sánchez, “una criada que había conocido en Madrid, y su hijo en común”. En la capital catalana acudía a cafés como el Colón o Els Quatre Gats, visitó La Pedrera, el Institut d’Estudis Catalans y el ahora Palau de la Generalitat, describió las Ramblas y el paseo de Gràcia en sus artículos y fue recibido con honores en el Ateneu Barcelonès y la Casa de América.
Entabló amistad con prohombres como el artista Santiago Russiñol –a quién incluso visitó en el Cau Ferrat de Sitges–, el catedrático Antoni Rubió i Lluch y el ensayista Pompeu Gener. Bien se puede decir que conoció a la flor y nata de la intelectualidad barcelonesa del momento –Víctor Balagué, Àngel Guimerà, Apel·les Mestres, Jacint Verdaguer, Narcís Oller, Joan Maragall, Miquel dels Sants Oliver, Eugeni d’Ors, Carles Rahola, Josep Carner… –, pero también se entrevistó con líderes sindicales y escuchó mítines porque le interesaba en gran manera el auge del obrerismo en la ciudad. El pormenor de sus vínculos culturales puede leerse online en un documentado artículo de investigación de 1972, que Andrés Quintián publicó en Cuadernos Hispanoamericanos.
En sus múltiples crónicas periodísticas –en su primera visita, en 1898, llegó vía Madrid enviado como corresponsal de La Nación– describe Barcelona como una urbe “bulliciosa, moderna, quizá un tanto afrancesada, y por lo tanto graciosa, llena de elegancia” y alaba la potencia de las artes gráficas, en especial de los carteles, anuncios y publicaciones impresas. Describe a los jóvenes locales como emprendedores y orgullosos de su pasado y también destaca el dinamismo y la apertura a corrientes e influencias europeas que aprecia en la ciudad, en contraste con el quietismo madrileño de principios de siglo.
Sin embargo, ni su fama internacional ni el intenso networking durante su estancia posibilitaron que lograra una colaboración fija en las publicaciones de la ciudad con la que mejorar los ingresos como corresponsal. En julio, además, se había iniciado la Primera Guerra Mundial en el corazón de Europa. Así las cosas, el 25 de octubre de 1914 emprendió, solo, el retorno al continente americano. Moriría menos de dos años después, el 6 de febrero de 1916, en su Nicaragua natal.
Fuente: La Vanguardia