Tortilla con Sal, 25 de mayo 2016
Desde Nicaragua, la dramática situación por la que atraviesa nuestro hermano pueblo de Venezuela es vista con preocupación pero también con un una buena dosis de reconocimiento. En muchos sentidos, es como una experiencia de déja vu. No deseamos que los compañeros venezolanos repitan los errores que nosotros cometimos en el pasado, por eso escribimos estas líneas.
A pesar de las bibliotecas de libros que se han escrito sobre el tema, y de todas las carreras académicas y políticas que se han construido a propósito de la lucha del heroico pueblo nicaragüense, la experiencia de la Revolución Popular Sandinista, desde su lucha contra la genocida dictadura de Somoza hasta el triunfo del 19 de julio de 1979 y la posterior década revolucionaria de los años 80 del siglo pasado, sigue siendo una gran desconocida, tanto para la academia como para la izquierda mundial. Ni qué hablar de lo que sucedió en y con Nicaragua tras la derrota electoral de la Revolución en 1990 hasta su regreso al poder en el año 2007 y todo lo que se ha logrado hasta el día de hoy. Por cierto, lo que hoy está haciendo el Frente Sandinista se basa en gran medida, en toda esa experiencia.
En los años 80, Nicaragua fue uno de los focos de la geopolítica mundial que llegó a concentrar todas las simpatías… y también todas las antipatías. Toda una generación de militantes de izquierda, progresistas o revolucionarios, pusieron sus esperanzas sobre este pequeño y pobre país centroamericano que había derrotado a una de las dictaduras más genocidas de América Latina. Con su programa socialista de pluralismo político, economía mixta y justicia social, y con su consigna de «entre cristianismo y revolución no hay contradicción» había logrado focalizar los sueños de las izquierdas regionales y mundiales en tiempos de crisis de las utopías.
Durante aquellos años, por Managua desfiló todo el «quién es quién» de la progresía y la revolución mundiales: Allan Ginsberg daba recitales de poesía en la ciudad de León; toda la trova revolucionaria del mundo, desde Pete Seeger hasta Daniel Viglietti, se daba cita en Nicaragua para cantarle a nuestro pueblo; figuras tan dispares de la política de izquierda como el tristemente célebre Régis Debrais (que sin embargo, vino al país con un envío de lanchas rápidas francesas cortesía de Francois Miterrand, las únicas armas europeas que recibió la Nicaragua Sandinista en aquellos años), o el líder palestino Yasser Arafat, o el comandante Fidel, que llegó a ofrecerle «toda su barba» a nuestro pueblo. Excepto gente como Fidel y un puñado de amigos, principalmente en el Tercer Mundo, aunque también en Europa y en Norteamérica, la mayoría de las personalidades y movimientos tomaron distancia de la Revolución Sandinista al conocerse la derrota electoral de 1990.
Cada movimiento y cada personalidad trataron de hacer su interpretación de lo que había sucedido y de por qué había terminado tan mal aquello que había comenzado tan bien. En la inmensa mayoría de los casos, el análisis no pasó de enfocarse en una o dos anécdotas (algún caso de corrupción por aquí, alguna arbitrariedad por allá…) que más o menos confirmasen las propias ideas de lo que debería ser una verdadera revolución. Acto seguido dieron vuelta la página, como también lo hicieron con todo el colapso del bloque socialista en el que estaba inserta la Revolución Sandinista, y se dedicaron a las tareas urgentes del momento, que implicaban el tratar de hacer frente (o adaptarse, según el caso) al flamante régimen neoliberal del Consenso de Washington. Por lo general, ese balance hecho a las carreras y falto de toda autoreflexividad, concluía en alguna variante del discurso de que la derrota se dio por una u otra insuficiencia de izquierdismo de parte del Frente Sandinista.
La tarea de hacer una evaluación seria de lo que había ocurrido quedó en manos de los principales afectados y principales interesados: el pueblo nicaragüense. Ese balance, realizado entre 1990 y 2007, es el que se refleja en la orientación de la actual política sandinista que tantos éxitos cosecha en medio de unas condiciones regionales y mundiales por lo demás difíciles y precarias. Ese balance, que no ha sido producto de la especulación académica sino de la necesidad de sobrevivir de este pueblo, se llevó a cabo por medio de congresos y asambleas (1990 y 1994), pero también del trabajo práctico de resistir la implantación del neoliberalismo y de defender los logros fundamentales de la Revolución. La evaluación fue producto de la lucha y de la resistencia, se llevó a cabo a nivel de partidos, pero también a nivel de grupos de amigos, de familias e incluso a nivel individual. Fue una evaluación en la que participaron los militantes revolucionarios, pero también los que no lo eran, e incluso de los que habían sido enemigos de la Revolución.
De esta evaluación realizada a una escala social, ha emergido un amplio consenso, compartido dentro y fuera del Frente Sandinista, acerca de la orientación general del país en esta etapa histórica. Este consenso se traduce en un apoyo aplastante al liderazgo del Comandante Daniel Ortega y de la Compañera Rosario Murillo. Asimismo, se traduce en un virtual colapso de la derecha política, cuyos partidos todos suman menos de un 10% de la intención de voto en un país en el que a la gente le gusta mucho votar. Hoy en día todo el mundo da por descontada una contundente victoria electoral del Frente Sandinista en los comicios de noviembre, y no sería aventurado predecir que lograría alcanzar un 70 o más por ciento de votos.
La experiencia de las guerras de las décadas de los 70s (lucha contra Somoza) y de los 80s (guerra Contra) marcaron a Nicaragua. Nadie quiere repetirlas. A veces en la retórica de ciertas izquierdas se habla con gran ligereza de las guerras. Generalmente se trata de voces que no las han experimentado en carne propia. En la década de los años 80 Nicaragua, con una población en ese entonces menor que la del Bronx en los EEUU, fue objeto de una guerra genocida de parte del imperio, que invirtió en la misma cientos de millones de dólares y todos los recursos de su aceitada maquinaria de propaganda.
En América Latina, lo que hoy es el proceso de integración, con la Unasur, la CELAC y la ALBA, no existían. Para colmo de males, un país cuya economía se basaba en los productos de agroexportación, con la sola ayuda de la URSS, fue sometida a un terrible bloqueo económico y financiero, así como a sanciones de todo tipo. La correlación de fuerzas era brutalmente despareja. Sin embargo, sería faltar a la verdad decir que los mismos revolucionarios no cometimos serios errores. Es conocido el hecho de que la negativa a abolir el Servicio Militar Patriótico fue una de las causas de la derrota electoral de 1990; sin embargo, el análisis de la experiencia de la Revolución Popular Sandinista no se detiene allí. A continuación repasaremos algunas de las enseñanzas más importantes que se han logrado extraer de ese período de la historia:
Una de las lecciones más importantes de la década de los 80s en Nicaragua fue la de la importancia de no confundir nuestros deseos con la correlación real de fuerzas. En 1979, cuando llegamos al poder, con un movimiento guerrillero en ascenso en América Central, llegamos a creer que teníamos mucha más fuerza de la que realmente teníamos. La situación hoy en día en la región es, a pesar de las derrotas de los útlimos meses en Argentina, en Bolivia y en Venezuela, y a pesar del golpe en Brasil, mucho mejor de lo que entonces era. En los 80s del siglo pasado, apenas se estaban sentando las bases de una cooperación latinoamericana fuera de la OEA por medio del Grupo de Río/Contadora, que nos condujo a llevar adelante un exitoso proceso de paz al que siempre se opusieron los Estados Unidos.
A lo interno, el hecho de que el derrocamiento de la dictadura somocista contó con la aprobación aplastante de la población nicaragüense no significaba que esta aprobación se fuese a extender a un proyecto de transformaciones radicales, al menos no de parte de una buena porción de la población. Si vemos la correlación actual de fuerzas a lo interno de nuestros países, debemos constatar la supervivencia de valores contrarios a la revolución y el socialismo en amplios sectores de las clases populares. No podemos esperar cambiar esos valores de la noche a la mañana, sino a través de un proceso prolongado que no los aliene, sino que los integre como sujetos, a la nueva sociedad en construcción. Si nuestros actos tienden a crear la impresión de que se confirman sus más arraigados miedos (por ejemplo, el miedo a perder la religión, a perder sus propiedades o a perder libertades que se consideran naturales), estos sectores se identificarán con el proyecto de la reacción, por más dictatorial y fascista que ésta sea.
Otra lección tiene que ver con la necesidad de no confundir poder con hegemonía: La expropiación de la familia Somoza le dio a la Revolución Popular Sandinista un control mayoritario de la agricultura, la industria y la banca. La destrucción del Estado somocista (más no de su Guardia Nacional, que en lo fundamental huyó casi intacta hacia Honduras y desde allí, con ayuda del imperio, organizó la Contra) dio la ilusión de una refundación del poder desde cero. Todo eso, más el prestigio alcanzado por el Frente Sandinista al haber conducido la lucha contra la oprobiosa dictadura abonó la ilusión de solidez de un poder que jamás es absoluto y siempre es provisorio, un poder por el cual hay que bregar día a día. La hegemonía que se expresa en los actos multitudinarios es engañosa, incluso puede ser ilusoria y llevarnos a, de un plumazo, tomar decisiones fundamentalmente equivocadas. La hegemonía verdadera es la que se convierte en sentido común cotidiano de las masas, y alcanzarla es cuestión de períodos históricos.
Es importante el no confundir acciones que se perciben como triunfos para los nuestros con cambios en la correlación real de fuerzas ni pensar que esas acciones serán vistas como un triunfo por la población en general: En 1988, y para hacer frente a una situación de descontrol de los precios similar a la que hoy se enfrenta en Venezuela, impulsamos la denominada Operación Berta, por medio de la cual sorpresivamente, en 24 horas, se cambiaron todos los billetes y monedas del país. Una obra maestra del trabajo conspirativo (nadie fuera de los directamente involucrados se enteró del plan hasta que se estaba ejecutando), Berta no logró frenar la inflación (que se debía a otras causas) y solo tuvo efectos marginales, como quitarle una buena cantidad de córdobas (que no valían nada) a la Contra en Honduras y de paso afectar a otra buena cantidad de comerciantes (la mayoría de los cuales no estaba en contra de la revolución), los que de la noche a la mañana perdieron su dinero.
No todas las cosas se pueden resolver con operativos magistrales. En el caso de la economía, la ley del valor-trabajo existe y los costes de producción deben ser respetados so pena de graves desequilibrios que erosionan la credibilidad del proyecto. Es muy negativo el ponerle la etiqueta de especuladores y contrabandistas a amplios sectores de las clases populares. En Nicaragua, las mayores especuladoras fueron las comerciantes de los mercados, pero también fueron las que más hijos aportaron a la patria. A los campesinos le vendíamos botas, machetes, clavos, sal y keroseno subvencionados: al otro día cruzaban la frontera para revenderlos a la Contra y así poder comprar otras cosas que necesitaban. Por suerte paramos a tiempo la política de tratarlos como contrarrevolucionarios, ya que la derrota habría sido peor.
Una cosa que aprendimos fue a no confundir estatización con socialización, ni colectivización desde arriba con socialismo: Por supuesto que es bueno tener empresas estatales, siempre y cuando eso sea económicamente ventajoso, estratégico o necesario (servicios básicos, fuentes primarias de renta como PDVSA, etcétera). De lo contrario, si se va a estar manteniendo una producción ineficiente, produciendo por encima de los costes de producción, lo que se está haciendo es dañar al propio poder revolucionario. La socialización es un proceso amplio, por medio del cual los productores directos libremente asociados van tomando control sobre la economía y sobre la sociedad en general, ya sea por medio de empresas co- y autogestionadas, como por medio de cooperativas y federaciones de cooperativas, definición de modelos progresivos de impuestos, federaciones de consumidores, estructuras de poder popular comunal, etcétera.
Desde el inicio, nosotros comenzamos condicionando la entrega de tierras a los campesinos a la propiedad colectiva. Grave error: Por un lado, la mayoría de los campesinos quería trabajar la tierra individualmente; por otro lado, solo en una minoría de casos los que recibieron tierras habían luchado activamente y juntos por ellas. En muchos casos se trataba de gente que sólo se asociaba para conseguir recursos del Estado, mientras que en otros se trataba de pequeños grupos interesados en acceder a propiedades muy productivas que les permitiesen sobrevivir como pequeños capitalistas empleando a importantes grupos de jornaleros. No ayudó el hecho de que muchas veces las instancias del gobierno trataban de forzar el desarrollo económico de esas cooperativas imponiéndoles proyectos de inversiones que atrofiaban su capacidad de gestión en vez de fortalecerla.
Hacia fines de los años 80, enfrentando el hecho de que la Contra tenía una base social campesina muy importante, dejamos de condicionar la entrega de tierra a la propiedad colectiva y se logró un proceso muy importante de redistribución de la propiedad que ha dejado huellas profundas en esta sociedad, a pesar de las políticas neoliberales que reinaron entre 1990 y 2007. Hoy contamos con uno de los movimientos cooperativos más masivos del mundo, y en Nicaragua la economía familiar y asociativa responde por 63% del PIB y por más del 70% de la fuerza de trabajo. Una de las acciones más populares del gobierno sandinista hoy en día es la entrega de títulos de propiedad individuales a miles de familias en el campo y la ciudad.
Durante todos los años 80s estuvimos pendientes de una invasión militar directa de los Estados Unidos, y perdimos de vista el que, tras la derrota de Vietnam, el imperio solo envía a sus marines contra aquellos que no se pueden defender. Mientras tanto, los EEUU lograron desangrar a nuestro pueblo y se aprovecharon de todos nuestros errores. Luego, la caída de la URSS hizo el resto. Si tras perder las elecciones el Frente Sandinista se hubiese negado a entregar el poder, habría sumido al país en un baño de sangre y habría empeñado para siempre a la misma revolución que había hecho posible tener elecciones libres por primera vez en la historia.
Fue la voluntad expresada por el Comandante Daniel Ortega de “gobernar desde abajo” tras la pérdida del poder, la que empoderó al pueblo nicaragüense para salir a las calles a defender sus logros. Asimismo, la comprensión de que no todo se había perdido, de que Nicaragua por primera vez en su historia tenía un ejército, una policía y una Constitución que no habían sido diseñadas por Washington, le dio al Frente Sandinista y al pueblo de Nicaragua el criterio para trazar las líneas de lo que se podía y de lo que no se podía ceder.
No todo se había perdido tras las elecciones de 1990: El pueblo de Nicaragua había ganado todo un país, lo que no es poco. Y se trata de un país que hoy se ha vuelto a levantar y retoma lo que en un momento había tenido que dejar inconcluso. Sin embargo, sí se habría podido actuar de manera más sabia antes de llegar a la derrota electoral de 1990, y tal vez ésta se podría haber evitado. Esa es la experiencia que queremos compartir con nuestros hermanos y hermanas de Venezuela.

 
 
Venezuela y la experiencia de la Revolución Sandinista en Nicaragua

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